La primera cita
- SC Periodista
- 20 sept 2019
- 9 Min. de lectura
No terminaba de empezar el año, lo recuerdo bien, cuando tuve la oportunidad, a mis 17 años, de visitar lo que para unos es un templo sagrado, y para otros tan solo un estadio de fútbol. Fue una experiencia que, si bien fue un poco tardía, valió la pena esperarla cada segundo.
El equipo de mis amores, ese del que tanto me ha hablado mi abuelo, tenía, probablemente el partido más importante de sus últimos tres años. Un partido internacional que reunía a equipos del continente latinoamericano, pero que, contagió aficionados del mundo entero.
Como de costumbre, el partido se jugaría en horas de la tarde; 6:45pm para ser exactos. Acompañado de un amigo, que haría de guía en este nuevo viaje que estaba por emprender, solo era cuestión de esperar que iniciara el día, para comenzar con la gran cita.
Normalmente llego a la Universidad a las ocho de la mañana. Aquel día hubo, llegue una hora antes, ansioso, y con una vestimenta que combinaba con el color del cielo; y ni hablar de mi corazón. Los miércoles comúnmente tenía tres clases, de dos horas, cada una; por cuestión de tiempo, no asistí a la última. Lo que no sabía era que mi tiempo de espera, al hacerse más corto, sería más intenso.
Llegaban las 2pm, se veía un soleado atardecer; un sándwich fue suficiente para acompañar la infinidad de mariposas que tenía en mi estómago. Y no era para menos: sin saberlo, tendría una cita con el amor de mi vida. Solo hasta escuchar el pitido inicial, entendí que lo era; entendí el significado de aquella expresión.
Un par de horas antes de que comenzara el partido, estábamos a pocos metros del estadio encargándonos de pequeños detalles de cara al gran momento. Después de pasar por varios barristas que necesitaban “una ayudita” para ingresar, llegamos a la entrada: sector 4, puerta 19. Nuestro único percance antes de ingresar era contactar a alguien que se quedara con nuestras maletas; en encuentros de ámbito internacional no se permite ni siquiera el ingreso de banderas alusivas a los equipos.
Tras pasar dos controles de la policía, frente a mí, un cartel con el nombre de mi equipo. Fueron tantos recuerdos y anécdotas que pasaron por mi mente, que por poco olvido inmortalizar aquel momento con una fotografía. Finalizando todos los controles de seguridad, solo quedaba encontrar nuestros lugares: fila K, sillas 23-25; segundos antes de llegar, vi por primera vez el gramado del terreno de juego. Era irreal tenerlo tan cerca; estaba completamente alumbrado por el sol. Sentí por unos instantes que no debía envidiarle nada al mismísimo creador del mundo, pues, me encontraba en el paraíso, o al menos en el lugar más fastuoso del mundo entero.
La fiesta no se hizo esperar; minutos después de ubicarnos, los jugadores salieron al terreno, todo el estadio se colocó de pie y empezó a arengarlos: cánticos, aplausos y particulares frases de apoyo fueron la forma en la que los aficionados transmitieron el respaldo al equipo local. Llegó el momento de los himnos; primero sonó el de los visitantes, acompañado por un pequeño grupo de seguidores; momentos después, inicia el himno local: la afición entera puesta de pie, entonando con toda la energía el cántico de la ciudad, seguido de ensordecedores aplausos; solo faltaba la orden del árbitro para que el enfrentamiento comenzara.
Y llega el momento, saca el equipo visitante; el conjunto local, arropado por sus hinchas, comienza la lucha por el encuentro, una victoria por diferencia de un gol significaría llevar el partido a los penales, dos o más goles de diferencia, evidentemente, definirían la serie al minuto 90.
Transcurre el encuentro: unos primeros minutos intensos; tanto locales como visitantes estudian a su rival. Estos últimos desaprovechan una desconcentración de los de casa para irse arriba en el marcador; esto habría cambiado radicalmente el desenlace del juego. El ganador pasaría a jugar la fase de grupos del torneo más prestigioso del continente.
Sobraban motivos para que los equipos dejaran todo en el terreno. Los ultras no paran de alentar a los locales, el juego mantenía la intensidad y ambas defensas estaban cumpliendo con su trabajo, hasta que en el minuto 34 se presentó el primer acercamiento claro para los locales; una de las nuevas incorporaciones del equipo, el volante izquierdo, impacta el balón con la cabeza, un remate bien colocado al segundo palo del arquero, quien debe exigirse notablemente para desviar el balón a tiro de esquina; la respuesta en la tribuna es inmediata, la afición incrementa el ímpetu con el que alienta, se siente que el gol está al caer. Sin embargo, varios forcejeos en el área hacen que el cobro quede invalidado y termine siendo un saque de meta. Los últimos minutos del primer tiempo son para los de casa, quienes no lograron marcar el gol que recompensara a la afición.
Ya en el entretiempo, me doy cuenta de que a nuestro lado están: papá, hijo y abuelo, toda una dinastía compartiendo la misma pasión: el legado que es para toda la vida. Además, en la tribuna ubicada a nuestra derecha, veo como un par de extranjeros hacían un recorrido por nuestra ciudad; por sus rasgos y vestimenta fácilmente deduje que no eran de acá; después de unos minutos percibí que sus abrigos, en la manga derecha presentaban el escudo de Suecia, tal vez, su lugar de origen.
El estadio estaba completamente lleno; todo estaba preparado para seguir con el carnaval. Los instrumentos de las barras bravas estaban por sonar: y así empezaban los segundos 45 minutos. Solo dos minutos después de iniciada la etapa final del encuentro, los locales vuelven a exigir al portero rival; esta vez, ganando un rebote de una jugada dividida. Veo más decidido al equipo local; al parecer, ahora sí, es cuestión de tiempo para que llegue la anotación.
Una seguidilla de ocasiones generadas por los locales es suficiente para que la hinchada entera se ponga de pie y aumente el apoyo; a esa altura del partido ya conocía algunas canciones y barras del equipo, por lo que me uno a la voz de aliento. El minuto 60 del partido está por llegar: el desespero puede convertirse en un problema para los de casa, que ante la postura defensiva del rival siguen sin poder romper el empate; se consigue un tiro libre en el costado izquierdo, gracias al lateral, quien se ha mostrado como uno de los mejores en el terreno. El cobro es rechazado por el delantero centro de los visitantes que ha venido a defender; el rebote es capturado por el extremo derecho de los locales, quien intenta filtrar un balón, que desafortunadamente se desvía. Queda en los pies del volante recuperador del equipo que se encontraba en labor ofensiva; este, ya entrando al área rival, tiene la banda a su disposición; prevé que el defensor que tiene cerca va a barrerse desesperadamente, por lo que con un sutil enganche deja en el piso al contrincante. Ahora, en su mira está el arco rival.
Son momentos de angustia, donde se hace inevitable temblar; un remate con perfil cambiado al palo más lejano del arquero, seguido de dos milisegundos de incertidumbre, terminan con un feroz y desairado grito del estadio: ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!, acompañado con más de un madrazo que, sin lugar a duda, hizo más especial el momento.
Durante el grito sagrado, abrazo a mi amigo; juntos celebramos mirando al cielo. La emoción es tanta, que termino abrazando emotivamente al señor que iba con su hijo y nieto. El abuelo, quien en también me abrazó, me hizo recordar las celebraciones, en casa, con mi viejo. Tengo los ojos aguados, no quiero parar de saltar; en la otra tribuna veo a los extranjeros celebrando el gol como si fuera hecho por ellos. Me repito en la mente una y otra vez “Qué orgullo pertenecer a este equipo”; aún quedan 30 minutos, ahora interminables, para alcanzar el pase.
Los visitantes se notan fatigados; la altura les ha afectado, y eso hace que se sigan aferrando al resultado que aún defienden. La posesión y dominio del partido son del local; faltan apenas 10 minutos para el final. La visita le apuesta a la definición por penales; muchos saben lo que pasa cuando un equipo toma esa decisión. Aun así, lo que menos hace un aficionado, en ese momento, es pensar en más allá de los 90 minutos.
Pasando el minuto 81, nuestro volante de armado filtra un balón para la sorpresiva llegada del volante derecho, quien desvía la trayectoria del balón para hacerla terminar en el fondo de la red. Desgraciadamente, segundos antes, el juez de línea levanta la bandera por un fuera de juego que inhabilita la jugada. Esa decisión no impidió que varios hinchas gritaran el gol; lo que sí causó fue un desconcierto al ver desvanecer la opción de irse arriba en el global. El gol fue bien anulado.
Los esfuerzos por hacer el segundo se reducían cada vez más; parecía que los penales eran inevitables. Fueron añadidos tres minutos de adición, los cuales irónicamente, se cumplieron sin gran eventualidad. Ambos equipos se cuidaron de no arriesgar y perderlo todo. Final del partido, un pitido eterno. Llega el miedo de los penales: saber que nada está definido; los hinchas increíblemente empiezan alentar, y al igual que a los jugadores, esto me reconforta, me tranquiliza, y devuelve la fe para lo que viene.
La espera es de cinco minutos; los técnicos tienen el tiempo justo para definir a los cobradores. La fe sigue intacta, pero empieza el verdadero sufrimiento. Comienza cobrando el local; el delantero, quien con pierna derecha disparó al palo izquierdo del arquero, engañana al guardameta y decretaba el gol que reducía el miedo en los aficionados; empezaban a creer más en la victoria. El lateral visitante, con un cobro cruzado al palo derecho del guardameta local, igualaba las cosas.
El segundo en la lista era un jugador de la casa, el defensa central que no hace mucho había regresado de Europa, al equipo; se para frente al balón y con pierna derecha cruza el remate. Para el asombro de las 35mil almas que asistieron, termina siendo atajado por el portero visitante; llovían los reclamos para el defensor, que tampoco entendía su fallo. Necesitábamos más que nunca a nuestro arquero, pero éste no destacaba por ser atajador de penales; al cobro iría el veterano delantero de la visita. Con mucha frialdad, definió al palo izquierdo del guardameta: 1-2 en la tanda.
No había que perder la calma; el próximo en cobrar era el otro defensa central: un jugador querido por la afición. Tomó impulso para llegar al balón, y con su pierna zurda disparó fuertemente al centro del arco para empatar, parcialmente la serie. El habilidoso volante ofensivo del equipo rival era el siguiente en ejecutar; haciendo una clásica “paradinha”, remató al palo izquierdo del arquero, quien adivina el lugar del cobro; pero, tristemente no logra evitarlo.
Por más miedo que aflorara, aún quedaba una oportunidad y era eso lo que pensaban los hinchas. Nuestra fe estaba en los pies del extremo derecho, quien participó positivamente durante todo el encuentro. Por su mente podrían pasar mil cosas. Seguro quería asegurar el disparo; y por ello escogería la mitad como el destino predilecto para su cobro. El arquero se había jugado al palo izquierdo y ni con las piernas podría atajarlo. Pero no. No fue. El arquero, que no tuvo nada que ver en la trayectoria del tiro, se levanta y empieza a celebrar. Para esta ocasión, hubo un jugador más para el equipo contrario: el palo posterior. El balón se devuelve; tan lento, como esa sensación que queda en el corazón al ver que ya no depende de nuestro equipo.
Los hinchas buscan culpables. Su búsqueda se ve interrumpida por la llegada de la próxima ejecución. El 10 rival carga en su espalda la responsabilidad de sellar el pase del conjunto visitante. Fue tanto el desosiego del cobro anterior, que el estadio no fue esa caldera hirviente que debía intimidar al volante. El jugador inicia su carrera de cara al cobro; remata un balón cruzado con mucha calidad. El portero se dirige hacía el mismo costado…
En toda mi estadía en el estadio, es la única vez que lo escucho completamente enmudecido. Ni siquiera sabía si eso era posible. El primer partido al que asistía para ver al equipo que desde pequeño he escuchado, visto y sentido en mí, cae derrotado por penales quedándose por fuera de la competición más importante del continente. Y bueno, ¿qué culpa tienes de no ganarte la lotería? ¿No?
Igual, la sensación no era de culpa. Era un vacío que acomplejaba cada segundo más la pasión. Mi mente no lo quería creer; tampoco asimilaba que había pasado, hasta que una simple palmada de mi amigo, acompañada de la frase “se nos acabó la fiesta”, fue suficiente para que entendiera todo, mi sueño, el que había empezado en el momento en que recibía mi boleta, había finalizado.
Y aunque suene a consuelo de perdedor, en últimas, de eso se trata el fútbol. Te sube, te baja, te enamora, pero también te estrella. Siendo honestos, creo que, de no ser así, su impacto emocional sería mucho menor. Así aún duela escribirlo, entre más pasan los días, más se reestablece este amor. Esa primera cita, aunque no fue como esperaba, me demostró que el amor está ahí, incluso en las caídas. Por eso, le prometí al estadio, entre lágrimas, que no sería la última vez que estaríamos juntos.
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