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Su promesa

  • Foto del escritor: SC Periodista
    SC Periodista
  • 22 sept 2019
  • 13 Min. de lectura

Actualizado: 22 oct 2019

Mientras maneja su camioneta de trabajo con las adaptaciones de sus prótesis, Max Ronald Cortés expresa que, sin importar cuánto le cueste, siempre busca valerse por sí mismo. No le gusta que le hagan sus cosas, pues para él lo más sagrado en una persona es la libertad: su independencia. Desde los 24 años trabaja en el sector agropecuario como asesor comercial de material genético bovino; actualmente a sus 62, acostumbrándose a su nueva vida, ha dejado a un lado su pérdida para seguirse desempeñando en la labor que más disfruta llevar a cabo.


Ahora, dirigiendo su propia empresa y con la certeza de haber superado lo que pocos podrían, Ronald mira por el retrovisor aquel 15 de mayo del 2009, fecha en la que su vida se partiría en dos. Aunque no tenga precisión sobre lo qué pasó ese día, sí conoce con lujo de detalles a qué se ha enfrentado para convertirse en lo que es hoy en día.


En la mañana del día anterior se encontraba en Centro Chía, desayunando con Orlando Neira, un colega de Inseminar (empresa en la que trabajaba). Como era costumbre, pasaron toda la mañana hablando; temas como el fútbol, la política, o sus clientes eran infaltables en esas charlas de colegas que en ocasiones se extendían hasta el almuerzo. No obstante, ese día Max, o el destino, tenía otros planes. Al darse cuenta de lo tarde que era, toma sus cosas y se sube rápidamente al campero en el que trabajaba; “el afán se apoderó de él”, señala Neira.


Comenzaba una jornada más de trabajo por la Sabana de Bogotá, zona que debía cubrir para la empresa. Allí acostumbraba a ir a fincas, agropecuarias o veterinarias de sus clientes; les ofrecía una amplia variedad de pajillas de semen de toros, que otorgan una alta probabilidad de gestación de una raza en específico. Para que este material genético pueda perdurar y sea funcional, debe mantenerse a temperaturas que sobrepasen los 190° bajo cero.


El nitrógeno es el líquido con el que se logra, en termos criogénicos, mantener la temperatura y preservar las pajillas. Max cargaba un par de estos, de 47 litros, en la parte trasera de su vehículo; por increíble que parezca, para ese entonces los vehículos otorgados por las empresas de inseminación, no presentaban las condiciones de seguridad apropiadas para llevar a cabo la labor. Siendo honestos, nadie pensaba en eso. Mucho menos Max, quien estaba próximo a cumplir 30 años en la profesión.


Su etapa como vendedor comenzaba en 1980 con la asociación “HOLSTEIN” de Colombia; realizaba rutas similares a las del 2009. Tras un periodo de casi 5 años viviendo en Girardot, cerca de la casa de sus padres, Ronald retoma su oficio de vendedor, ahora para la empresa “SIACO” (Servicio de Inseminación Artificial Colombiano), distribuidora oficial de productos de “21ST Century Genetics”. Posteriormente, esta casa estadounidense se fusiona con la corporación Noba, en la Cooperativa de Recursos Internacional (CRI); allí nace, como distribuidor exclusivo colombiano, Inseminar: empresa en la que Max trabajó desde 1996 hasta comienzos de 2010, casi un año después de lo sucedido.


Desde que salió de Centro Chía, solo se conoce que iría a Chiquinquirá, donde recogería en horas de la noche, un dinero que le daría Felipe Pongutá, propietario de la empresa Distrigán. Mantenían una amistad de años, donde compartieron momentos especiales en ferias AgroExpo; Felipe comenta aún con nostalgia que, además de verlo como alguien serio en sus negocios, Max era una persona confiable e incondicional.


Esa noche del 14 de mayo, Max había invitado a comer hamburguesa, a Felipe y a los demás ganaderos con quienes estaban; al igual que con Orlando en horas de la mañana, la charla se extendió más de lo pensado. Felipe le pidió que se quedara en su casa o pagara un hotel. Max no aceptaría, “al parecer”, porque tenía aún obligaciones que cumplir. Al parecer entrecomillas, pues no recuerda más de esa noche.


Alex Rodríguez, uno de los veterinarios que estaba con ellos esa noche, no podría acompañarlos hasta altas horas de la noche, pues al día siguiente debía despertarse temprano. Sin embargo, su alarma no sería lo que lo despertara a las 4am; “en la madrugada ninguna llamada es buena”, anticipa. Marina, una conocida suya, lo llamó a preguntarle si distinguía un carro gris con el logo de Inseminar en sus costados; mientras le pedía a Marina más información de lo sucedido, solo pensaba en Max. Cerca a la Escuela del Santuario, ubicada en el límite de Chiquinquirá y Simijaca, se encontraba el carro volcado; de acuerdo con Marina, había personas en busca de “rescatar” cualquier cosa, menos a quien realmente lo necesitaba.


Alex de inmediato se alistó y fue por su automóvil; acompañado de su esposa se dirigió al lugar del accidente. Cuando pasaba por la cárcel de Chiquinquirá se cruzó una ambulancia que, probablemente, llevaba al accidentado a un centro médico. Faltando 20 minutos para las 5am llegó al lugar del accidente y encontró el carro volcado, lleno de humo; Alex era de los pocos que sabía que no se trataba de un incendio, sino que correspondía a la evaporación del nitrógeno líquido; al acercarse, podría determinar si era el campero de Max.


Pamela, la menor de los tres hijos de Ronald (la única mujer) desconoce si aquel día también debía madrugar. Pese a ello, despertaba sobre la misma hora, tras una seguidilla de llamadas recibidas desde el celular de su padre. “Desde que escuché una voz que no era la de mi papá supe que algo no estaba bien”, expresa. Pamela tenía razón. El señor que se comunicaba con ella confirmaba lo sucedido: Ronald había tenido un accidente. “¿Mi papá está vivo?”, le pregunta al señor.


Tras mucho silencio, responde que sí; eso cree. Solo podía decir con certeza que ya había sido retirado del vehículo y era llevado en ambulancia a la clínica Cardi. “No lo deje solo”, le pide Pamela, mientras despierta a su hermano Francisco; juntos le comentan con suavidad lo sucedido a su madre, Mónica Franco; no quieren afanarla ni adelantarse a lo que pasará.


Ya en la clínica, Alex lo encuentra acostado e inconsciente en una camilla; solo lleva puestos unos pantaloncillos. Al preguntarle a una enfermera sobre el estado de Max, obtiene como respuesta un displicente “ya fue revisado”, por lo que se acerca al médico y le reclama por la pasividad con la que lo están tratando. “Lo mejor que podemos hacer es que usted se salga del hospital”, respondía el doctor. La agitada reacción de Alex sería suficiente para retirarlo de la clínica.


En Bogotá, Pamela se comunica con Víctor Ospina, colega de Max de Inseminar, para que los guíe en el camino; además, se ve en la necesidad de llamar a su tío Roberto, el hermano menor de Ronald, para que los lleve en el vehículo que tenían en casa, pero que solo Ronald sabía manejar. Se reúnen en el menor momento posible y salen para Chiquinquirá.


La mayor tensión la sentía Pamela; sabía que no se trataba de un accidente común. Trataba de decírselo a Francisco, con la precaución de no alarmar a su madre. Seguía en contacto con el señor que la había alertado desde temprano, y quien iba comentando lo que se decía en el hospital. Por su parte, Alex, con ayuda del guarda de seguridad, afortunadamente amigo suyo, logra convencer al médico de que lo deje quedarse, y le preste más atención a Max.


Antes de llegar su llegada al hospital, Pamela lograría hablar con Alex, y se ubicarse mejor con lo sucedido. Pero entre lo que decía Alex, lo que hablaba el otro señor y además lo comentado por una enfermera del hospital, se prestaba para hacer muchas suposiciones. Por ejemplo, la mujer le anticipaba a Pamela, vía telefónica, que no había mucho por hacer con las manos; estaban muy quemadas. Ella para evitar que se alarmen en el carro, no menciona ni una sola palabra; aunque, en su mente ya tenía la imagen de su padre sin manos. La incertidumbre hacía que el viaje pareciera eterno; a pesar de ello, en menos de dos horas ya estaban por ingresar a la clínica.


Al ver a su padre, lo que más recuerda Francisco es la apariencia e hinchazón que tenían sus manos. Al verlos, Alex les dice que no hay tiempo que perder: Deben masajear fuertemente las manos de Ronald; devolver el calor a las extremidades podría servir de algo. Para Francisco era como ver al personaje de ficción, Hulk; sus extremidades superiores casi alcanzaban el tamaño de las del héroe. Hoy por hoy, la comparación pareciera más metafórica que descriptiva.


A pesar de las condiciones en las que estaba Max, en la clínica hacían parecer que el panorama no era tan oscuro. Aun así, debían redirigirlo a un hospital con mejores equipos, para determinar cómo se tratarían las quemaduras. Antes de decidir a dónde lo llevarían, Francisco, quien más masajeó a su padre, recuerda cómo la mano que estaba frotando se movió por unos instantes. Para él era la señal con la que Ronald se aferraba a seguir con ellos. Poco cambiaba en su sentir que los médicos advirtieran que podría tratarse de tan solo un reflejo.


Felipe Pongutá, quien ya se encontraba en la clínica, lograría evitar que enviaran a Max a Tunja; gracias a un contacto que tenía en el hospital, intervino para que lo llevaran en ambulancia a Bogotá. Viajaban de regreso con mucha tranquilidad, en gran medida, por haber visto la evolución, al menos estética, que presentaban las manos. Antes del traslado, la enfermera que vía telefónica le había insinuado a Pamela la posible pérdida de las manos de su padre, se retractaba por lo dicho. En palabras de ella, sería un milagro de la Virgen de Chiquinquirá, pues sus manos, decía, se iban a salvar. Con ese parecer, regresaban a Bogotá. El destino, ahora, era la Clínica Shaio.


“La vida de uno puede depender, incluso, de un Sí o No de otra persona”, afirma Aldo Beltrán, médico encargado de las operaciones de Max. En horas de la mañana lo llamaron a preguntarle si quería atender a un paciente con quemaduras; la clínica Shaio no contaba con unidad de quemados, por lo que no era obligación de ellos atenderlo. Por fortuna Aldo aceptaría.


Por más acostumbrado que estuviera a tratar casos similares, Aldo no pudo evitar impresionarse cuando vio por primera vez a Ronald. “No he conocido un solo registro parecido. Espero no volver a encontrar algo similar”, confesó. Ronald entraba a la clínica con las manos negras: sin vida; “solo una parte de la mano derecha mostraba una pequeña posibilidad de salvarse", señala. Era requerida una autorización para poder operar: no quedaba otra opción.


Mientras Mónica y sus hijos esperaban noticias de Ronald, Aldo buscaba, precisamente, a quien pudiera darle autorización para llevar a cabo la primera operación. Se encontraban en salas distintas, por lo que no se lograron contactar. Frente a esta situación, Aldo decidía correr con las consecuencias de iniciar la operación sin conocimiento de la familia; “era por el afán de salvar algo”, resume.


La familia no entendía lo que pasaba: habían llegado en horas de la tarde con una percepción de calma, de tranquilidad, que se convertiría en angustia total al enterarse, apenas sobre las 11pm, de la verdadera situación de Ronald. Al igual que ellos, Aldo no entiende por qué se manejó con tanta pasividad la llegada de Max a la clínica Cardi. Es posible que la displicencia y el desconocimiento hayan influido notablemente en su destino.


La mano izquierda no tenía ya ninguna posibilidad; la derecha mantenía un pronóstico bajo. El 17 de mayo se le amputaría el antebrazo izquierdo, y se daría paso a las 72 horas más determinantes para la vida de Ronald. Dependía de cómo reaccionara el cuerpo a la operación. Sus familiares, en esa eterna espera, no podían ni comer ni dormir; solo les importaba que esos tres días dieran una buena noticia. “Del accidente me quedo con la unión tan fuerte que presentaron como familia”, afirma Roberto. Si bien Ronald ya no podría contar con su brazo izquierdo, tendría de por vida sería el respaldo de su familia.


Al noveno día del accidente, Ronald despertaría del coma inducido. “¿Quiubo campesina?” saluda, como acostumbraba, a su hija. Ella y su madre, quienes estaban ahí apenas despertó le explicarían a grandes rasgos por qué estaba ahí; de la pérdida del brazo no comentaron nada. Era un alivio tenerlo de vuelta; se le veía con total tranquilidad. Temían cómo podría reaccionar cuando supiera de la amputación.


Próximo a cumplir la primera semana en la clínica, se le debería practicar una curación en su muñón; le quitarían por primera vez la venda que lo cubría. Los médicos le pedían a la familia la mayor serenidad para explicarle lo sucedido; Mónica, consciente de que no podría mantenerse tranquila, opta por esperar afuera, mientras muestran por primera vez desde el accidente, el brazo de su esposo. Ronald, que para nada se esperaba la pérdida (en su mente, el sentía su extremidad con normalidad), pregunta inocentemente “¿Y mi manito?”, así, en diminutivo. “Era la mano o la vida, papi”, le responde Pamela.


Al recordarlo, Mónica cae en llanto; el ambiente no es el más cómodo. Ronald, fiel a su estilo, bromea para que su mujer cambie de semblante: “Ella llora es por lo que yo estoy vivo”. Todos ríen. Qué gran remedio es la risa. Él busca que, precisamente, el hecho de estar dónde está sea un motivo para estar felices.


Frente a la pequeña posibilidad de salvar parte de la mano derecha, y después de tratarla con un colgajo tomado de la ingle, Ronald, ya exhausto, decide soltar esa posibilidad cada vez más lejana. A finales de junio se realizaría la última cirugía, afortunadamente sin inconvenientes. Perdió desde sus dedos hasta gran parte de los antebrazos; sin embargo, el contar aún con sus codos ampliaba las posibilidades de movilidad.


Para el resto de su familia fue una situación muy dolorosa. Su madre, Irene, se imaginaba lo peor; no encontraba consuelo suficiente en los mensajes de calma y esperanza que recibía de Bogotá. Pamela recuerda cuando su abuela, todavía en Girardot, los llamaba furiosa, queriendo confirmar la muerte de su hijo. Por fortuna, Francisco lograría quitarle esa idea de la mente: “está en la clínica Shaio; sumercé puede venir a verlo para que esté más tranquila”. La distancia es el peor enemigo para esas situaciones.


En Barcelona, a más de 8.500 KM, Juan Camilo, el hijo mayor de Ronald, recuerda lo mal que la pasó en esa época. Pocos meses habían pasado desde su partida a España; como era costumbre, llamaría a su padre para saludarlo, y puntualmente, preguntarle si había hablado con su nieto (hijo de Camilo), por su cumpleaños, el día anterior al accidente.


El celular aún lo tenía el señor que despertó a Pamela esa madrugada; él no fue capaz de decirle a Camilo gran cosa de lo sucedido. Totalmente desubicado, llama con insistencia a su hermana, que le dice que había tenido un accidente no muy grave. Durante ese mes, entraría en depresión; no podía llevar sus jornadas de trabajo con normalidad. Empezaba a imaginar de más. “Tú eres mi hermana y todo; pero, te juro que si no me dices la verdad, nunca te lo perdonaré”, le decía a Pamela. Ella, consciente de lo mal que le hacía la incertidumbre a su hermano, le contó toda la situación. Camilo, impotente, volvería a sentirse tranquilo únicamente al hablar con su padre y ver cómo había tomado su accidente.


El 23 de junio le darían salida del hospital. Aún enamorado de su trabajo, solo necesitó de veinte días para volver; en la semana del 13 al 17 de julio estuvo en la Feria AgroExpo. Era también la primera vez en la que estaría en un espacio público; recuerda que se sentía apenado. Destaca el respaldo de su familia, y en especial de su hija, que lo hicieron llenarse de confianza. Precisamente, ellos han sido su motivación más grande para aprovechar la segunda oportunidad que le dio la vida, en la que iniciaría una nueva etapa, confiado de la experiencia que le daba su recorrido laboral.


Max siempre destacó por su competitividad: “Si no era el primero, quedaba de segundo; pero, siempre sobresalía”, afirma. Luis Alfonso Gonzáles, su exjefe en Inseminar, recuerda que en muchas ocasiones fue escogido vendedor del mes: “pero no por eso paraba de exigirse. Él siempre quería mejorar”. Su colega, y guía de su familia el día del accidente, Víctor, expresa que “fue un muy buen competidor, que más adelante se convertiría en excelente amigo”. Amigo con el que, cuenta Germán Rodríguez, uno de los compañeros más antiguos de Max, disfrutaban salir a jugar billar, tejo o simplemente tomarse unas cervezas.


Orlando Neira, quizás el último colega que vio a Max, antes del accidente, lo describe entre risas, como un personaje “terco como él solo”; sin embargo, confiesa que fue gracias a esa terquedad que Max pudo salir adelante. Pues en la actualidad, se desempeña como gerente comercial de Multigenética LTDA, empresa creada tras su accidente, por él y su esposa. Gracias al acuerdo correspondiente a la suma de 300 millones de pesos, que alcanzó con Luis Alfonso, de los cuales el 67% sería dado en material genético, Ronald encontró la forma de no alejarse de su profesión.


La mayor preocupación para él siempre fue no convertirse en una persona inútil. Desde un primer momento supo que ese era el reto que debía cumplirse a sí mismo y a su familia, por más difícil que pudiera ser adaptarse a su nueva vida. Antes se levantaba a las 4 o 5 de la mañana, evitaba hacer mucho ruido para no despertar a su esposa, y arrancaba sus jornadas laborales; ahora debe esperar a que ella se levante para que lo ayude a bañarse, arreglarse y a comer.


Previo a su accidente, manejaba horarios prolongados (de 6am a 10pm), en los que cumplía recorridos extensos, y de los que con orgullo recuerda haber vendido hasta 138 millones de pesos en un solo día (Agroexpo del 2007); en la actualidad depende de un ayudante que lo acompañe en sus jornadas, ahora más cortas, de trabajo. Antes, mientras charlaba con sus clientes, iba facturando las ventas que conseguía; en la actualidad, habla con sus clientes para darle tiempo a su compañero, quien ahora realiza las remisiones y recibos de caja correspondientes.


En sus jornadas de trabajo, se dolía con pequeñas ampollas que salían en sus manos, ocasionadas por la manipulación de las pajillas (propiamente por la temperatura en la que se encuentran); ahora, lo que le causa dolor es acostumbrarse a las prótesis biónicas, provenientes de Escocia, que obtuvo gracias a su ARL. Max podía manejar su vehículo, y comer sin ningún percance; actualmente, de no ser por sus adaptaciones (fabricadas por Pedro Fonseca, técnico en órtesis y prótesis), o en su defecto, por la ayuda de otra persona, le resultaría imposible llevar a cabo estas tareas.


Él sabía lo que podía representar su accidente: perdía también su autonomía e independencia. Sin embargo, y aunque en ocasiones específicas pierda la paciencia, ha sabido asimilarlo de una manera admirable, según comentan las personas cercanas. “Si me hubiera pasado a mí, habría entrado en depresión”, agrega Víctor.


Pamela, con Ronald a sus espaldas, siente que “él no termina de ser consciente de todo lo que ha logrado”. Por su parte, Aldo menciona que siempre que tiene pacientes con bajones anímicos ocasionados por la pérdida de, por ejemplo, un dedo, utiliza el caso de Ronald como ejemplo, para demostrarles que no hay qué les impida salir adelante.


Probablemente, el recuerdo más importante para Ronald de todo ese proceso es cuando su padre Maximino, afanado por su bienestar, le ofrecía literalmente darle sus manos, para que pudiera seguir con su vida a pleno. Ese “Yo le doy mis manos, mijo” con el que lo recuerda, pues falleció hace 4 años, le ablanda el corazón por completo. “Para mí, él si me dio sus manitos; así sea por simplemente la intención que tuvo”, concluye. En toda la entrevista, es la única vez en la que se le corta la voz y le salen un par de lágrimas.


En la actualidad, Ronald, acompañado de su familia, admirado por sus colegas y aplaudido por sus clientes, sigue en la lucha de valerse por sí mismo. En esta, su batalla, no le importa desgastarse más de lo que debería, pues considera más importante sentirse libre y, en lo posible, autosuficiente. Puede que la vida le haya arrebatado sus brazos; pero, lo que nunca podrá quitarle son sus ganas de trabajar, de vivir y de ser una persona práctica. Pamela tenía razón al decir que él no es consciente de lo que hace a diario. Él, simplemente, se prometió salir adelante, y, por más dudas que se puedan presentar, su sueño es nunca defraudarse.

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SC Periodista.

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